El Salvador de Salvador
El hipnótico vaivén del péndulo dorado, con un sordo tic, tac, marcaba la inexorable marcha del intangible tiempo. A las once de la noche, del 4 de septiembre de 1970, en el patio colonial de aquella vieja casona; se escuchó el llanto de un recién nacido. Había venido al mundo en “San Juan de los Remolinos”, el hijo varón de Manuel y Oliva.
Selene ¡Radiante!, esparcía su luz argentina, mientras recorría el cielo azul turquesa; dándole destellos de plata, a un hilillo de agua que danzaba frenético en la fuente del patio de la enorme casa antigua.
Su padre, llamó Salvador al recién nacido, porque ese mismo día en Chile ganó las elecciones Salvador Allende.
Por oscuras circunstancias; Salvador quedo huérfano a muy temprana edad, ya que a ésta población, donde nació Salvador. Se le había ordenado abandonar sus casas y, obviamente, sus moradores se oponían a ser desalojados de sus raíces, de su historia, de sus ancestros… no querían que su memoria fuese cubierta por las aguas; por lo tanto, desde el momento en que se les notificó que construirían allí una represa para la producción de energía eléctrica, había frecuentes enfrentamientos entre los habitantes y las autoridades. En uno de esos enfrentamientos, el padre de Salvador resultó muerto inexplicablemente; y a consecuencia de ello, la salud de su madre se deterioró. Y se agravó aún más, con el traslado obligado al “Pueblo Nuevo”, que fue en 1978, cuando Salvador tenía apenas ocho años. Su madre, quien no pudo adaptarse al nuevo asentamiento, se marchitó como un blanco lirio. Y una mañana diáfana cuando el sol trepaba por las montañas del oriente, doña Oliva, sin una sola queja, dejó este mundo.
Salvador, completamente desolado a sus diez años, se iba todos los días para el bosque, y allí, sentado sobre una roca, veía el trascurrir de la vida silvestre; le llamó su atención un hermoso pájaro, al que los lugareños llamaban soledad o barranquero, y quizás por estar los dos tan solos, hubo entre ellos una rara atracción. A los pocos días el pájaro comía migas de pan de la mano de Salvador; entablaron una gran amistad, al punto que ambos se entendían a la perfección, Salvador le contaba sus cuitas a Corona Azul; como decidió llamar al pájaro, y el ave, lo animaba a superarse. Salvador terminó su bachillerato, y tuvo que irse para la capital, ya que en el pueblo no había instituciones de educación superior.
Se graduó con honores a los veintitrés años de edad; y una empresa Noruega ya le tenía listo el contrato para trabajar en Europa. A los ocho años de estar en el exterior, decidió venir a su tierra natal, en unas vacaciones de fin de año, y fue a sentarse en la piedra donde pasaba tantas horas meditando cuando era niño.
Un mar de agua y de nostalgias lo cubría todo; en un siete cueros cercano, un sinsonte brindaba con cierta alegría, un concierto de notas celestiales, a un sol; que en medio de fulgurantes reflejos dorados, se bañaba en el enorme espejo de agua, y sin pedir permiso al supremo, en un zarzal aledaño, una araña tejía su trampa desprevenidamente; al tiempo que la muerte tejía también… pero ésta sí con algunos permisos, mientras interpretaba una sinfonía macabra, tejía su tenebrosa y maldita red de odios; sembrando el campo de dolor y de miseria, en medio de orgias de sangre.
Una mañana soleada, cuando en el aire vagaban aromas de buñuelos, de natillas, de dulces; no habían terminado aún las fiestas navideñas; pues al día siguiente llegarían los reyes magos, según la tradición cristiana. Salvador estaba camino a la vereda Chiquinquirá, iba en busca de un tío materno, caminaba lentamente, disfrutando del hermoso paisaje, cuando de pronto sintió un aleteo fuerte a su lado y la voz de Corona Azul que le decía:
— ¡Pronto Salvador! ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Corre, Corre, por aquí! ¡Corre por tu vida! Salvador apenas si tuvo tiempo para esconderse donde le indicaba Corona Azul; en el mismo momento, en el que apareció en un recodo del camino, un grupo de ocho hombres; seis de ellos portando armas de corto y largo alcance, así como radios de comunicaciones, etc.
Estos armados llevaban a rastras a dos hombres con los brazos atados a la espalda. Cuando estaban al frente de donde se encontraban Salvador y Corona Azul ocultos; el que parecía ser el jefe dijo:
—Matemos a estos perros aquí, ahora; luego encontraremos el que nos falta para ajustar los trece. Dos de los armados, ¡muy solícitos!, se apresuraron a cumplir la orden.
Salvador, que desde su escondite vio algo mefistofélico en la mirada de esos sujetos, no pudo evitar un movimiento involuntario, como para tratar de impedir aquel asesinato y uno de sus pies, rompió una chamiza, todos miraron hacia el lugar de donde salió el ruido; el jefe dijo mientras movía afirmativamente la cabeza: — ¡Hay alguien ahí!, cuatro de los delincuentes, con movimientos felinos de corte marcial; se dirigieron al lugar apuntando con sus armas de corto alcance, prestos a disparar. Salvador, sintió algo como una oleada de frio y calor a la vez que le recorrió todo su cuerpo, dejándolo paralizado. Ya estaban muy cerca los asesinos, entonces; Corona azul voló del hombro de Salvador donde se encontraba, y llamando la atención de los armados, fue a posarse de manera visible, en un árbol a diez metros de donde salió. Los hombres se detuvieron y el jefe dijo: — ¡Es solo un barranquero!, vuelvan acá, terminen y vámonos.
Corona azul le había salvado la vida a Salvador, quien se lamentó por no haber podido impedir que asesinaran aquellas personas, y recordó una frase de su homónimo Allende: —“Soy tan sólo un hombre, con todas las flaquezas y debilidades que tiene un hombre”
Se supo después, que ese día 5 de enero de 2001, mataron a trece personas inocentes, honradas… Por el solo hecho de que un grupo subversivo, había derribado trece torres de energía.
Dos días después, le dijo Salvador al pajarraco; —Decidí quedarme, — ya hice los arreglos necesarios para renunciar a mi empleo en Oslo… —No quiero ser más un derrotado sin esfuerzo; no quiero ser más un vencido sin gloria. Corona azul, a modo de respuesta le dijo: —Aquí serás muy útil.
—— * ——
Hoy, dieciséis años más tarde; Salvador ahora con cuarentaiocho, hace un recuento de su vida, mientras en compañía de su esposa y sus dos hijos, saborean sendos helados, en el nuevo gran parque central, bajo una extensa pérgola, cubierta por el manto florido de hermosas “lluvia de oro” de color intenso y bellas glicinias, cuyos elegantes racimos color rosa, cuelgan por sobre las cabezas de cientos de paseantes, que disfrutan de este bello paisaje.
Salvador, se siente feliz por el balance; porque con su gestión en el servicio público; ya como concejal, como alcalde, o como asesor del mandatario de turno, ha contribuido para que su pueblo sea lo que es ahora: moderno, con amplios andenes y avenidas, vías peatonales, un hermoso museo, una bien dotada biblioteca, un parque educativo ¡extraordinario!, bancos, excelentes escenarios deportivos; y una escolaridad completamente cubierta, desde la primera infancia, hasta la educación superior. Mucho se ha hecho en estos últimos años. Su pueblo es ahora; un lugar donde la violencia es un amargo recuerdo en la mente de los mayores.
Se dolió Salvador eso sí, al recordar con nostalgia lo que fue su vida antes de enamorarse. Una vida en soledad, llena de candideces, de inocencias, de una sexualidad “sin macula”.
Miró a su amada y bella esposa y se ruborizó; sí, se ruborizó al recordar lo que le confesó al pajarraco, cuando viera por primera vez; “tan lejana”, a la que ahora es la madre de sus hijos. Le había dicho a Corona Azul en aquella ocasión: “Quisiera hacerme invisible y etéreo, para estar cerca, muy cerca de su humanidad y percibir así su aroma;… el aroma de su sexo núbil” La abrazó.
Mientras abrazaba fuertemente a su esposa; vio en un árbol cercano, un grupo de pájaros que parecían llamar su atención y claro, allí estaba Corona Azul con una hermosa compañera y un pequeño al parecer el hijo de ambos. Sus brillantes colores tornasolados, se destacaban bellamente por sobre las flores amarillas del chirlobirlo. Saltando de rama en rama, se veían felices por Salvador. Y éste a su vez, emocionado y sonriente, dijo a su familia: — ¡Miren… Allí está mi salvador!
Autor: Orlando Piedrahita