Nunca Fue Abril

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Esa noche el muerto tuvo que caminar solo a su tumba. La voz del párroco hizo eco en cada pared de la iglesia con un sermón que parecía estar alimentando solo a los fantasmas. Era el primer viernes santo, en toda la historia del pueblito, con las sillas vacías y los cirios apagados. En un desfile solitario, salieron por la puerta principal el sacerdote bendiciendo la estatua de María la dolorosa, un monaguillo echando incienso y el rostro de Jesús que, como todos los años, volvía a morir. El Peñol reposaba en un triste silencio, no por la muerte del Señor, sino porque no había nadie acompañándolo.

Desde su casa Bernardo Gómez, uno de los hombres más viejos y ricos del pueblo, estudiaba un libro de ajedrez mientras su esposa Blanca Inés miraba la misa por el canal local. No estábamos juntos en una misa desde que fue la de nuestro matrimonio; le decía Blanca a su esposo y él le respondía si es que le pones todo el volumen, mujer, no me dejas concentrar en mi partida, y le lanzaba una mirada de enojo. Los dos ancianos vivían en una casa de dos pisos, cuatro habitaciones amplias, tres baños y un patio con una vieja piscina de plástico. Sus cinco nietos solían ir a visitarlos los fines de semana y las tardes de sol llenaban la piscina que, aunque llena de agujeros, era su juego preferido. Mire, Bernardo, ya van saliendo con el Señor. Bernardo no la escuchaba. Blanca sentía la ira de su indiferencia, pa’ qué si no sabe jugar ese juego tan difícil, viejo, venga siéntese acá conmigo, le decía. Y él ni reparaba en su voz. 

(…)

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