Una Muerte para 4 Escenas
Escena 1: El colapso
Barba bien marcada, peinado gardeliano, traje sin arrugas y unos zapatos Dior importados, hacían ver esta mañana a don Lucio imponente, ágil, galán. ¡Ah!, pero quién se iba a imaginar que el viejito, sin previo aviso, le habían programado cita nefasta. Bien decía mi abuela que a todos nos llega la hora, pero parece ser que al gordo bonachón le detuvieron las manecillas del reloj antes de lo esperado, pues la parca somnolienta que camina tranquila y familiarmente por estos senderos de Dios, no más vio que acabé de darle brillo a esos zapatos de ensueño (que acabo y que color tan bello el de esas zapatillas negras), lo agarro fuerte y le dio tres vueltas por allí a la esquina del parque. La verdad sea dicha, el hombre me caía bien; cada que me observaba hacia una señita discreta para que le diera la lustrada y cuando sacaba el billete, siempre decía que dejara el cambio para que comprara cigarrillos. Don lucio siempre me pareció un hombre reservado, pero para que, hoy habló más de la cuenta, el mismo expreso que estaba contento a raíz de que hacía más de cuarenta años (desde que había visto desaparecer su viejo pueblo) que no se tomaba un tinto y le daba brillo a sus zapatos en un parque decente. El viejo como que se mantenía “piedro” porque el nuevo poblado que nos hicieron, aunque tenía parquecitos, no tenía uno principal. “que verraquera, todo pueblo en Colombia creció alrededor de un parque grande, importante y por aquí no hay ni donde sentarse”, decía Don lucio con frecuencia, ¡pero vea!, ahora que lo construyeron se muere el viejito. No había caminado 20 metros de la silla donde se encontraba sentado cuando se desplomó como fruto maduro que cae del árbol. El hombre que bien ergio daba paso, se fue de bruces y ni chapaleó. El fulminante, el rápido, el siniestro, el rapaz, ése fue el que ataco al viejo, pues cuando llegó la ambulancia, la enfermera gafufa, entre la manada de mirones que se aglomeraban después de tomar pulso, le hizo el gesto escueto a su compañera y le hizo comprender que había pasado, posiblemente, a mejor vida. El hombre se veía feliz y hasta siento nostalgia, pero viéndolo bien lo que Don lucio va a dejar es historia. Vea, primer muerto que hay en el nuevo parque; eso ya es todo un acontecimiento. No obstante ahora lo único que debe preocuparme es el trasnocho, pues cuando hay funeral, el trabajo es bueno. Casi en todos los velorios importantes me hago un buen dinero y hasta resulto hablando con gentes amables. Vea, no es por nada pero cuando se muere un artista, van apareciendo de la nada celebres personajes, pues miren, a estas horas de la noche ya el señor Bayardo Giraldo se encuentra expectante en la cafetería cercana a la funeraria. Si pudiera hablar con el hombre hasta le diría que me gusta mucho su discurso cuando habla en público, mas como sé que el tipo debe estar tristón por el viejito y no le debe interesar mucho lo que piense un miserable, o mejor guardo prudencia y le hecho mejor ojo a esa morena de nariz aguileña que si sabe lucir un vestido, y hace que mi imaginación vuele alto; qué estatura, qué piernas, qué hembra. Si yo tuviera una mujer con tales portes, le regalaría mi colección de estampillas, me quebraría el lomo para cambiar el rancho en el que vivo y hasta le compraría un gabán de terciopelo, pero…
Escena 2: Divagaciones entorno al fin
La existencia es cosa rara, tentáculo lisonjero, río de susurros. Pero al fin de cuentas vida. Que no sé si estoy actuando en una comedia o en una tragedia, eso es cierto. Que observo de cuando en vez el firmamento y siento nimiedad, es real. Que al leer Dostoievski siento su grito místico, no hay duda, pero que se desplome a pocos metros de mi un hombre, eso pocas veces sucede. Presencie la escena cuando recostado a una pequeña ventana, esperaba a que saliera el bus; sí, ayer a eso de las 10:15 de la mañana mientras esperaba que el vehículo que había abordado cumpliera su itinerario, avizoré algo no tan común que hizo que mi pensamiento se avivara más de lo habitual. Recuerdo que antes del sucesor miraba con agrado como el espacio había sido adecuado y adquiriera aire afable y pensaba que el nuevo poblado de los peñolenses aunque tenía por su juventud un diseño arquitectónico estándar, iba revitalizando a fuerza de lucha un espíritu de hondas y acuosas cicatrices: pues a un colegio estéticamente agradable por su diseño oriental, una iglesia que como espejo refleja la prominencia monolítica del entorno y un museo con aire modernista, se le sumaban ahora nuevos espacios propicios para la vida o la muerte, pues sí, hay que decirlo, la inmortalidad no es un don humano y cuando se me piensa, el concreto rustico y feliz sirve de alberge para que un cuerpo trémulo e impávido palpe por última vez superficie terrestre. O si no como explicar lo del señor, entiéndase, no había trascurrido un minuto después de que mi pupila fogosa y prescrita contemplaba en una pequeña banca del parque a un hombre entrado en años que, luciendo traje sobrio, conservaba con el lustrador que frotaba con esmero su calzado. Debo decir que al hombre de edad no lo identifiqué y que mi atención ante los personajes se dio porque el lustrabotas sí lo reconocí y consideraba que era hombre particular; cada que estaba en la terminal de transporte, si el sujeto no lo veía desempeñando su labor, estaba con cigarro en mano en cualquier esquina leyendo absorto el periódico y, su actitud calma, se me hacía interesante debido a que era el quien exploraba la prensa y le contaba las noticias a los clientes. Pero en fin, ayer el particular trabajador pasó a un segundo plano, porque cuando percibí que el señor que se hacía lustrar sus zapatillas sin previo aviso cayó de forma aparatosa al piso, dimensioné lo frágil que es el ser humano. Si bien al señor lo embarcaron en camilla a los pocos minutos del suceso y mi transporte a la hora establecida emprendió el recorrido sin contratiempos a mi ciudad de origen, aquel evento me cuestionó. En ese instante no me interesaba saber si el hombre logro sobrevivir o falleció (ahora pienso lo mismo), a raíz que mis meditaciones giraban en torno a la muerte misma y no a la muerte de aquél. Debe ser, entonces, que me hace daño leer de manera conjunta al espiritual platón y al carnal Engels, pues si de bruces soy yo el que me voy al piso, sé que si en vida elijo la letra P tocaré el cielo (o llegado el caso infierno) y si opto por la E, de manera instantánea cuando toque asfalto, terminara mi triste actuación. En fin, ahora que reflexiono muchas veces no sabe qué pensar o si lo intuye, crea de la nada un cromático caos. No sé la verdad por qué uno ante el ritmo natural de la vida, termina agotando sus energías en supuestos que, aunque importantes (que sería del ser humano sino se interrogara) lo imposibilitan, muchas veces, para disfrutar de la simpleza maravillosa de la existencia. Y es que puede llegar a ser asunto más espiritual apreciar una brisa entre naranjos que leer un tratado agustiniano. Sí, qué sentido tiene ser metafórico racionalista si lo cotidiano te produce náusea, si piensas más en la muerte que en vivir.
Escena 3: Confesión etílica
“quiero morirme de manera singular/quiero un adiós de carnaval/quiero tu voz negra canela escuchar/con su frescura natural sincera”, es el primer verso de una canción de César Mora que mi padre sonaba como ejemplo moralizante en las reuniones familiares; “cuando me muera hagan lo que dice el tema del calvo. Pa’ que sufrir”, expresaba el viejo entre carcajadas y nosotras, muy condescendientes, le decíamos que sí, que no se preocupara, que cuando faltara haríamos un gran vacilón, no habría llanto, tristeza ni dolor, pero una cosa es decirlo y otra hacerlo, más cuando el hombre se encuentra ahora tieso en una caja de madera rodeado de sirios y flores. Mi madre aunque trata de mostrarse serena no puede ocultar su malestar y Elena apenas habla; le he ofrecido un trago de smirnoff, pero no quiso aceptarlo. Con un movimiento solemne puso su mano sobre mi licorera como diciendo, “calma Abril”, allá ella. Lo que si he podido ver entre la masa pululante son personas cercanas a la familia, púes aunque me ha dado dificultad reconocer a algunos personajes a quienes el tiempo duramente ha golpeado, mis recuerdos de la adolescencia son nítidos y puedo distinguirlos por ciertos rasgos esenciales; José con esa mirada desorbitada es inconfundible, Don Orlando Valencia con su mochila universitaria se hace fácilmente identificable, siempre con su corte estilizado Olivia deja de ser una remembranza y hasta su acompañante (narizona por cierto) que luce traje de puta, no niega ser su hija. En fin, se puede decir que a mi reservado viejo lo estamos despidiendo en buenos términos y como no, el hombre durante 50 años vivió entre óleos, y no es porque sea mi padre, pero la verdad sea dicha, el viejo cascarrabias tenia talento, era bueno. Lástima que después de la verraca inundación hecatombita, en señal de duelo, hubiese pasado más de una década sin mezclar colores en su paleta, ya que por lo que me contaron cuando terminaba de dictar clases de filosofía en su colegio del viejo pueblo, todo acontecimiento que lo permeaba, adquiría forma en lienzo. No obstante, cuando retomó su arte (siendo yo una niña de escasos 10 años) recuerdo haberlo escuchado emocionado diciendo que había hecho la primera obra surrealista sobre el nuevo poblado y aunque en aquellos años no entendía muy bien a que carajos se refería, hoy 30 años después, doy fe que aquellos primeros barrios construidos y esa iglesia prominente, fueron alegorizados con maestría a través de trazos coloridos. Ah, pero no son las únicas obras destacadas, como no mencionar por ejemplo los retratos que en el presente no dejan morir el recuerdo de gente odiada o amada como Arcecio Botero, Rodrigo Buitrago y Antonio Ramírez. Como no decir que Gloria, la virreina nacional de Colombia (nacidas en estas tierras) dejó, como el retrato oval, su belleza en el lienzo taimado. Qué decir de la escultura del maestro Mario Hernández (si, esa de la milagrosa) que al ser pintada con aire cubista parecía que se desprendiera del marco de la pared para volar. Que diciente es trilogía “guerra sin ideología”, en la que plasmo la violencia acaecida a finales de la década de los noventa y principios del dos mil. Que belleza resalta su “melodía dulce” en la que retrata la unificación de bandas sinfónicas en un encuentro departamental. Que profética resultan sus últimas obras donde hace apología a nacientes jóvenes literarios, dramaturgos y músicos, y que triste resulta su muerte. Si, aunque los tragos me han dado valía, y he podido anestesiar una sensación extraña que oprime agudo, prefiero ahora aparte de esta seudofuneraria teatral y recordar al viejo en sus mejores momentos. Tal vez mañana cuando sus cenizas vuelen en alto cielo, el frenetismo libertario de su esencia reveladora deje de ser arquitecto para convertirse en bicho palpante de interiorización.
Escena 4: La noticia
LA GACETA DE ORIENTE.COM
Publicado: octubre 26 de 2017- 8:31 am.
Autor: Gustavo Puertas Pulido.
“el pasado miércoles 25 de octubre el municipio de El Peñol (oriente Antioqueño) vio partir a uno de sus personajes más representativos. Lucio Giraldo Escobar (1946-2017) quien por largo alternó su trabajo docente con su pasión por las artes plásticas, fue víctima de un ataque al corazón que acabo con su existencia. Según el parte médico el hombre que contaba con 71 años, sufrió un infarto agudo de miocardio que de manera inmediata apagó su vida. Es de resaltar que este polifacético hombre deja una importante obra que, sin dejar de ser universal, centra su interés en su entorno inmediato: El Peñol. En palabras de su esposa, el nombre de Lucio Giraldo Escobar más que ser recordado debe ser valorado, ya que su compañero como ningún otro artista dejo una sólida obra, innovó en técnicas expresivas y contribuyo al desarrollo cultural. En suma, este municipio “sui generis” por naturaleza, se despidió de un hombre talentoso que servirá de modelo para muchas generaciones futuras. Paz a su alma”
Autor: J. Daniel Ciro M.